Chamonix, paraíso alpino.

Chamonix, paraíso alpino.

A los pies del pico más alto de Europa occidental, Chamonix se perfila como un paraíso para todos los aficionados a la montaña y quienes quieren un lugar de desconexión multicultural entre la tradición y la modernidad.

Texto y fotografías: Miguel Galmés

La historia de Chamonix ha ido en buena parte de la mano del alpinismo desde que en 1741 dos aristócratas ingleses llegaron a este pequeño pueblo, atravesando el valle de Chamonix que hasta entonces tenía fama de peligroso e inhóspito, y se maravillaron con el paisaje de montañas, nieve y hielo que los rodeaba. Tras difundir sus vivencias no tardaron en llegar los primeros turistas, científicos y alpinistas que acudían en verano para observar con sus propios ojos aquel paraíso alpino.

Fruto de ese turismo apareció el primer albergue en 1770 y el nacimiento de la industria turística provocado por la conquista de la cima del Mont Blanc, de la mano de Jaques Balmat y Michel Gabriel Paccard en 1786. Una gesta que cambió el destino de la pequeña aldea, atrayendo aún más visitantes ya no sólo de verano, obligando a crear el primer hotel de lujo en 1816 y favoreciendo en 1821 la creación de la Compañía de Guías para regular el acceso a las laderas de la montaña y que aún hoy sigue activa, acompañando a los clientes en la alta montaña.

Chamonix se convirtió en uno de los mejores y más exclusivos centros alpinos, con 10 áreas de esquí y la posibilidad de hacerlo fuera de pista por las laderas de la montaña, a tan solo una hora en coche de Ginebra y accesible desde Italia a través del túnel del Mont Blanc. ¿Y los no esquiadores?.

Cualquier pasatiempo de montaña invernal o estival se puede practicar en Chamonix: recorrer pistas sobre un trineo de huskies, deslizarse por las montañas de nieve en polvo sobre un flotador, senderismo o parapente son algunas de las opciones que atraen cada año a los 5 millones de personas que pasan por aquí para descubrir el amplio abanico de paisajes que ofrece la Alta Saboya, desde los lagos de montaña, glaciares y las cimas más altas de Europa occidental hasta la propia ciudad, llena de adeptos que comparten la esencia común del alpinismo.

La que antaño fuera refugio de verano de la nobleza y la alta burguesía, ofrece al visitante un rico patrimonio de iglesias de varios siglos de antigüedad, hoteles con encanto cuyas ventanas se adornan con coloridos geranios, granjas y chalets de montaña que contrastan con las construcciones más modernas, o lujosos palacetes de la Belle Epoque y otros de estilo Art Decó, capaces de competir en belleza con la mítica cumbre del Mont Blanc.

Situado cerca del centro de la ciudad, el teleférico de Aiguille du Midi se construyó con motivo de los Juegos Olímpicos de invierno de 1924 para unir el centro de Chamonix con las pistas que se encontraban en Plan de l’Aiguille, a 2317 metros, y en 1954 se amplió hasta la punta de la Aguja del Mediodía a 3842 metros, toda una hazaña para la época que supuso acercar las altas cimas al gran público.

Las cabinas con capacidad para más de 30 personas llegan a esta parada donde es necesario cambiar a otra para el ascenso final. Desde Plan de l’Aiguille levantan el vuelo los parapentes que sobrevuelan el valle cada día, cuya zona de despegue tiene unas vistas increíbles a los glaciares y a las paredes del macizo. También es posible llegar hasta aquí a pie desde Chamonix por el sendero que discurre bajo este tramo de teleférico. De nuevo en la cabina, el cable nos arrastra por un único tramo que salva los 1525 metros de desnivel casi en vertical con la Aiguille du Midi en un viaje vertiginoso que dura 20 minutos desde Chamonix.

Las vistas desde la Aiguille du Midi hacen honor a su fama y uno se siente como los primeros alpinistas que llegaron a esta cumbre en 1818. La terraza de l’Aiguille du Midi ofrece una panorámica de 360 grados del valle blanco y el macizo del Mont Blanc. Un total de 24 cumbres de más de 4000 metros de altura se pueden observar en un día despejado, extendiéndose hasta territorio italiano, al que es posible llegar por medio de otro teleférico, y Suiza donde se alcanza a distinguir la característica silueta triangular del Matterhorn o Cervino.

© Miguel Galmés

© Miguel Galmés

Pero la experiencia no acaba aquí, utilizando un ascensor se puede subir a la terraza de la cumbre, a 3.842 metros, para descubrir una vista inolvidable del Mont Blanc, que con sus 4809 metros, no solo es la cima más alta de Europa occidental sino también la cuna del alpinismo, un mito para alpinistas de todo el mundo que acuden cada año para conquistar su cumbre, compartida entre Francia e Italia por un tratado Internacional de 1860.

El Mont Blanc fue considerado durante mucho tiempo una montaña maldita, rodeada de leyendas y tabúes, y aunque hoy se le considera erróneamente una montaña «fácil» de escalar, lo cierto es que cada año mueren una media de siete alpinistas en el intento de coronar su cima, siempre cubierta de nieve y hielo debido a su latitud y altura, que favorece además la existencia de numerosos glaciares que se encuentran a su alrededor y que los más osados también podrán disfrutar desde un mirador de vidrio colgado en el vacío similar a la pasarela de vidrio del Gran Cañón del Colorado.

Y es entonces cuando uno no deja de preguntarse cómo se ha llegado a construir semejantes instalaciones encaramadas en una aguja de piedra a más de tres mil metros de altura con restaurante y hasta un pequeño museo, con el privilegio de ser el más alto del mundo, aunque pensándolo bien, si Aníbal fue capaz de cruzar estas montañas con un ejército de elefantes…

Hoy muchos alpinistas eligen la Aiguille du Midi como punto de inicio de sus rutas panorámicas a los glaciares o a otras cimas, como la del Mont Blanc, y es posible ver como algunos de ellos se deslizan sobre el manto blanco para luego levantar el vuelo en parapente.

ARRIBA: Parapentes en Plan de l’Aiguille | © Miguel Galmés

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De regreso a Chamonix el espectáculo de las luces del atardecer tiñendo de tonos rosados la cumbre del Mont Blanc marca el fin de la jornada, que se puede rematar en alguno de los muchos restaurantes con los que cuenta la ciudad. La Caléche es uno de los restaurantes con más historia de Chamonix, que se convierte en punto de encuentro con una de las mejores colecciones de objetos relacionados con el alpinismo de la ciudad, donde es posible probar foundis y comida rústica a base de patatas, queso y embutidos como marca la tradición saboyana.

Aunque los amantes de los quesos tendrán en La Ferme la mejor opción donde saborear deliciosos gratinados saboyanos, racletas, croûtes a base de pan tostado y queso, tartiflette y el popular “farçon”, una especialidad a base de patatas ralladas, ciruelas secas, uvas de corintio, tocino, crema y huevos. Todo ello acompañado de la mejor cerveza local que, según afirman, se elabora con agua procedente de los glaciares.

© Miguel Galmés

Otra de las visitas obligadas en Chamonix es la Mer de Glace (Mar de Hielo), que con 7 kilómetros de longitud y 200 metros de profundidad es el glaciar más largo de Francia, cuyo origen se sitúa a 2400 metros y desciende por las laderas norte del macizo del Mont Blanc hasta los 1400 metros. El antiguo tren cremallera que sale cada media hora de la estación de Chamonix asciende en un agradable viaje entre pinares y vistas del valle hasta la estación de Montenverns, a 1913 metros, rodeada de altos picos y a los pies del glaciar.

Este fue el lugar donde comenzaron las primeras expediciones por el macizo en 1741 y el primero del valle de Chamonix que tuvo atracciones turísticas como el Gran Hotel construido en 1880, un edificio de alta montaña que se construyó a pocos metros del mirador de Montenvers, donde luego se ubicó la estación, para alojar a los turistas que llegaban hasta aquí en mulas acompañados de un servicio de guías y porteadores.

Un pequeño teleférico y un sendero conectan el mirador con un tramo de escaleras ancladas a la pared del barranco que un día ocupó la superficie de la Mer de Glace que como cualquier glaciar está vivo, renovándose continuamente bajo los efectos de la acumulación de nieve y hielo y el derretimiento de los mismos, desplazándose bajo el efecto de su propio peso a una velocidad de entre 120 y 90 metros al año en distintas partes del recorrido, sólo perceptible por estruendos de las piedras que son arrastradas.

ARRIBA: Nivel donde llegaba La Mer de Glace en 2010 | © Miguel Galmés

A pesar de la nieve que cae en invierno, la Mer de Glace se derrite de forma visible, la superficie ha descendido y ya no luce el esplendor de tiempos pasados, está salpicada de piedras que le dan al hielo un color grisáceo y los más ancianos del lugar recuerdan como se podía tocar el hielo del glaciar justo al bajar del tren, una imagen clara del calentamiento global. Prueba de ello son los carteles en algunos puntos del recorrido de las escaleras que recuerda que en menos de 20 años su espesor ha descendido más de 100 metros y que de seguir así el hielo desaparecerá de los Alpes en 2100. Cada año se ha de añadir una media de 20 escalones a las escaleras para llegar a la gran atracción del lugar: la gruta de hielo o cueva glaciar.

Abajo una gran oquedad en el hielo marca la entrada de la cueva glaciar, una cueva artificial con algunas esculturas de hielo y varias salas donde se explica la historia de la Mer de Glace y la cueva, que se renueva cada año debido al movimiento natural del glaciar por lo que anualmente la situación de la entrada varía. Su interior nos adentra en el misterioso mundo del hielo donde es posible observar las varias tonalidades de color azul de sus paredes, debido a que al comprimirse el hielo las burbujas de aire son expelidas, aumentando así su densidad.

De esta forma los rayos de luz que penetran en el hielo van perdiendo sus componentes rojo, amarillo y verde de radiación solar cuanto más compacto sea el hielo, y sólo los fotones azules tienen la suficiente energía para penetrar en la masa de hielo. Las aguas subglaciares también tienen cabida en la cueva, abriéndose ventanas de hielo hacia estos arroyos que estacionalmente son canalizados hasta una planta de energía hidroeléctrica en el valle para la producción de energía hidroeléctrica.

De nuevo en el mirador, el restaurante Le Panoramique ofrece la posibilidad de degustar platos tradicionales en su terraza ubicada en una plataforma sobre el glaciar, con unas vistas espectaculares, antes de embarcarnos en el tren o deshacer el camino. Si se dispone de tiempo y ganas, se puede visitar la galería de cristal en la que se repasa la tradición local de los buscadores de cristales de roca, con una buena muestra de piezas de todo el mundo, para continuar a través del sendero que sigue la cremallera del tren pasando por Le Glaciorium, un espacio interactivo totalmente dedicado a la glaciología, ubicado al lado del Gran Hotel.

Ante el monumento a los primeros conquistadores de las cimas que preside el centro de Chamonix, es fácil darse cuenta que esta ciudad de alta montaña es mucho más que un destino de esquí y un importante cruce de caminos que ha sabido mantener su tradición a lo largo del tiempo, desarrollando un turismo responsable con la conservación de un entorno excepcional amenazado gravemente por el cambio climático.

ARRIBA: Alpinistas frente a la estatua de Balmat y Saussure en la plaza Balmat, Chamonix | © Miguel Galmés

Chamonix – Mont Blanc, Francia. 2019
Reportaje realizado con cámaras Fujifilm.
Más fotos en la galería y Flickr.
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