Varanasi, la última morada.

Varanasi, la última morada.

Varanasi ha sido un centro cultural del norte de la India durante varios miles de años, en el que todo es sagrado: desde su río, las escaleras sobre las que se alza y los templos, siendo uno de los pocos lugares del mundo donde el visitante puede sentir el drama y la belleza de la vida y la muerte.

Texto y fotografías: Miguel Galmés

De todas las ciudades de India, Varanasi puede que sea la más impactante. Conocida en la antigüedad como Kashi y en siglos pasados como Benarés. Llegar hasta aquí es como traspasar una puerta hacia los tiempos de los Majarahas, en el que las tradiciones perduran como hace siglos, y de la que el escritor Mark Twain escribió una vez: «Es más antigua que la historia, la tradición e incluso la leyenda, y parece el doble de antigua que todas ellas juntas».

Varanasi es la ciudad habitada más antigua de la India y una de las más antiguas del mundo, en la que los restos arqueológicos más antiguos encontrados datan del año 1200 a.C. Pese a su aspecto milenario, pocos edificios de la ciudad vieja superan los dos siglos de antigüedad debido a los saqueos que ha sufrido a lo largo de su historia, uno de los peores en el siglo XVII cuando el fanático emperador mogol Aurangzeb arrasó la ciudad, destruyendo edificios y templos, en su afán por acabar con el hinduismo.

Arriba: Fachada del edificio de India Post Lanka | © Miguel Galmés

Pero Varanasi ya era una ciudad santa mucho antes. Aquí todo es sagrado: desde su río, las escaleras sobre las que se alza y los templos; por estar situada según la tradición en una de las cinco cabezas de Brahma que se posó en el Ganges, donde la luz eterna de su fundador, Shiva, atravesó la Tierra.

Mitologías a parte, desde entonces ha sido el lugar de peregrinación mas sagrado para los Hindúes, y también para los jainistas y los budistas, por ser en este lugar donde el príncipe Siddarta Sakyamuni, Buda, pronunció un sermón ante cinco de sus discípulos después de alcanzar la iluminación.

Arriba: Templo hindú | © Miguel Galmés

Al contrario que otras ciudades sagradas convertidas en centros de poder, Varanasi se convirtió en centro de sabiduría y ejemplo de su manera de entender la vida y la muerte. Todas ellas se mantienen vivas como centros de peregrinación gracias a las mareas humanas que se convocan en ellas. Sin embargo a Varanasi también acuden muchos ancianos y enfermos para morir, convencidos unos de que hacerlo aquí es la forma definitiva de iluminación y otros de ser un billete de ida garantizado hacia el Nirvana.

Mucho se ha escrito sobre cómo India es un asalto a los sentidos, y lo cierto es que lo es. Todo es llamativo y ruidoso a la vez, una sobrecarga de excesos para la que el visitante necesita tiempo. Tanto ruido, tanta gente, tanta belleza y tanta pobreza, que hacen que sea fácil rendirse al tópico de los contrastes, producen que India te exija aprender a vivir con la complejidad de las emociones y hacer un esfuerzo para entenderla.

El que llega por primera vez a Varanasi tiene la impresión de que no hay ningún orden que sostenga la ciudad, excepto el caos, o mejor dicho más allá de la idea de lo caótico. Las vacas, que son sagradas y no se las puede molestar, campan a sus anchas en unas calles polvorientas apenas sin aceras por las que caminar en las que el tráfico, terrible donde los haya, temerario, concurrido y ruidoso no cede ni un metro al peatón.

Arriba: Los tuk-tuk son la manera más popular para desplazarse por Varanasi
Arriba: las vacas, sagradas, peatones y medios de transporte se mezclan en las calles de Varanasi | © Miguel Galmés

Conforme uno se adentra en la ciudad vieja esas calles se estrechan y el tráfico se deja atrás, y se convierten en un laberinto de callejuelas con pequeños edificios que se amontonan como libros en una estantería de una vieja y polvorienta biblioteca, desgastados templos que emanan olores a incienso y algunas mezquitas que son origen de violentos altercados entre los integristas hindúes y musulmanes por considerar los primeros que se encuentra en una ciudad sagrada para su religión.

Arriba: calle en el casco viejo de Varanasi | © Miguel Galmés

Aquí los vehículos no pueden entrar, salvo las motos, las bicicletas y en algún tramo algún tuk tuk así que por los callejones circulan indistintamente personas y las sagradas vacas, las cuales pueden decidir en cualquier momento hacer un alto en el camino y bloquear el paso. Es momento de dar un rodeo y encontrar diminutos comercios regentados por curiosos vendedores que aún utilizan algunos utensilios que para mí memoria forman parte de un pasado solo conocido a través de libros y fotos antiguas.

Arriba: un comerciante posa en su local | © Miguel Galmés
Arriba: Un hombre utilizando una antigua plancha en plena calle. | © Miguel Galmés
Arriba: La vida en los ghats | © Miguel Galmés
Arriba: La vida en los ghats | © Miguel Galmés
Arriba: Sadhu en un ghat de Varanasi | © Miguel Galmés

Millones de personas peregrinan a Varanasi para seguir el camino de los Sadhus o «hombres santos», que han alcanzado la verdad mediante la renuncia a la vida común, y bendecir sus almas en el sagrado río Ganges a través del laberinto de callejuelas de la ciudad vieja, que desembocan como afluentes en los ghats, las escalinatas que descienden al río. Aquí los peregrinos celebran un sin fin de rituales entre los que se encuentran los dos más importantes del hinduismo: la purificación y la cremación.

Desde el amanecer hasta el anochecer los 88 ghats repartidos por la orilla ofrecen un auténtico espectáculo y son un ir y venir de gente que trabaja en los improvisados astilleros de barcas, adora a alguna deidad, lava su ropa o se baña junto al lugar en el que los búfalos se sumergen para refrescarse.

Para ver todas las imágenes, echa un vistazo a la galería de fotos completa «Varanasi».

Todos los días, cuando cae el Sol, tienen lugar las Pujas en el Ghat Dasaswamedh en honor a la diosa Ganga, la gran celebración de Varanasi a la que acuden locales y turistas para obtener la purificación a través de un ritual dirigido por los brahmanes de la ciudad.

Ataviados con túnicas naranjas de satén, los cinco sacerdotes que ofician la ceremonia invocan la magia a través de los cuatro elementos, amenizado por tambores y cánticos de alabanza al compás de las lámparas de aceite encendidas con fuego que hacen circular sobre sus cabezas, impregnando todo de aroma a sándalo. Las escaleras del ghat se llenan de gente sin apenas dejar un hueco y en la orilla se dan cita de barcas con turistas que lo observan desde el río con la misma atención.

Para finalizar, todos los elementos que se ofrecen en la puja son depositados en el río Ganges en forma de velas, flores y farolillos que son llevados por la corriente.

Arriba: Ghat Dasaswamedh | © Miguel Galmés
© Miguel Galmés
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© Miguel Galmés

Las jornadas comienzan pronto en Varanasi. Antes de que el sol despunte por el horizonte decido unirme a los peregrinos y locales que se dirigen a los ghats en una mística procesión. A esta hora las calles son dominio de las numerosas bandas de perros callejeros que habitan la ciudad. En las escalinatas los devotos se preparan para el ritual de la purificación mientras el silencio del alba sólo se rompe por los rezos, las campanitas y el lejano chapoteo de los remos de las barcas que a esta hora ya llevan turistas para ver el espectáculo desde el lado del río.

Arriba: Los rituales baños | © Miguel Galmés

Resulta difícil entender como un lugar tan sagrado pueda ser a la vez tan tan sucio, pero a pesar de que el Ganges es uno de los ríos más contaminados del mundo, los fieles realizan cada día sus abluciones y ritos purificadores en él. Levantan los brazos a modo de plegaria y rezan rindiendo tributo al dios del Sol, Surya, mientras se sumergen en sus aguas, en la creencia de que éstas les liberarán de sus pecados, rodeados en muchos casos de basura, cenizas y restos de animales y humanos, entre otras cosas a merced de la corriente del río.

A UN LADO LA VIDA Y AL OTRO LA MUERTE

A unos pocos metros los callejones que desembocan en los ghats de Manikarnika y Harishchandra son testigos mudos de las procesiones que transportan los cadáveres hacia los crematorios. Estas procesiones comienzan en muchos casos a cientos de kilómetros cuando la gente trae a sus muertos desde todos los rincones de la India hasta los crematorios para ser incinerados y luego esparcidos al Ganges, en un ritual sagrado que se remonta a los albores de la religión Hindú, porque para un hindú no hay mejor lugar para morir y ser incinerado que en Varanasi.

Arriba: El Ghat Manikarnika es uno de los ghats más antiguos de la ciudad, lugar icónico e histórico de cremaciones hindúes tradicionales. | © Miguel Galmés

El ritual manda que el el cuerpo del difunto debe llevarse a hombros el último kilómetro y medio hasta el lugar de cremación, por las callejuelas hasta las escalinatas del crematorio, acompañado por el mismo verso que se repite como un mantra: «El nombre de Ram es la verdad»; con la creencia de que nombrar el nombre de Ram ayuda a los muertos a encontrar la salvación, casi podría decirse que a pesar del karma. A toda prisa se suceden las procesiones que transportan un cadáver hacia los crematorios donde cada día, las 24 horas del día, arden las hogueras a la orilla del río. Aquí la muerte no se niega, sino que se recibe como una invitada a la que hacía tiempo que se esperaba.

La procesión llega a las escaleras del ghat con el cadáver, envuelto en un sudario de lino blanco si es hombre y rojo si es mujer, donde es sumergido en el río para limpiar el alma, para después prepararlo para la cremación con sedas y guirnaldas. Todo esto ocurre en pocos minutos mientras los hombres de la familia velan el cuerpo en esta celebración de despedida en la que no está permitida la presencia de mujeres por considerarse que sus llantos perjudican el ascenso del alma hacia el Nirvana. Desde aquí algunos cuerpos irán a las piras cercanas al río y otros a los crematorios eléctricos.

Los intocables, la casta más baja de la sociedad india, son los encargados de preparar las piras con los 250 kilos de madera que se necesitan para que la cremación sea óptima. Incluso la madera para la cremación refleja el orden social de India. En función del presupuesto y la casta del difunto los troncos de madera pueden ser de escombro, para los pobres; sándalo, la más apreciada para las clases pudientes; o hasta excrementos de vacas para quien no tiene ningún recurso.

Arriba: Un cuerpo espera par su cremación, Nepal | © Miguel Galmés

Vestido con una túnica blanca, el varón más cercano al difunto – que previamente ha sido afeitado y rapado dejando únicamente un mechón de pelo en la parte posterior de la cabeza como gesto de luto – es el encargado de encender la pira funeraria donde ha sido depositado el cuerpo amortajado, a la que se añade además semillas aromáticas y grasa para aumentar la temperatura del fuego. Pronto las sedas y la mortaja se remueven por el efecto del fuego para dejar al descubierto una figura carbonizada entre las llamas naranjas y el humo negro que emana de las piras, manchando el cielo y los edificios adyacentes que ya se han tornado de ese color a hollín.

Los familiares, locales y los turistas menos aprensivos, a los que no se les permite fotografiar este escenario tan abrumador y surrealista, son testigos junto a los perros y las vacas que se mueven entre las hogueras comiendo los restos de guirnaldas de los difuntos, de como el cuerpo se va consumiendo. El cuerpo tardará de 3 a 4 horas en convertirse casi por completo en cenizas. Antes los intestinos se habrán hinchado como globos, algunas extremidades se habrán desgajado del cuerpo y caído al suelo, siendo colocadas de nuevo en la pira. Y con un poco de suerte el cráneo habrá reventado debido a las altas temperaturas del fuego. En los caos en los que esto último no sucede, es tarea del familiar más cercano romperlo una vez el fuego se haya extinguido, permitiendo así que el alma del difunto pueda por fin viajar al más allá.

Arriba: Varios cuerpos arden en las hogueras mientras las barcas continúan trayendo cuerpos. | © Miguel Galmés

Otro día amanecerá y de nuevo el círculo de la vida y la muerte se cerrará. Los fieles seguirán zambulléndose en el Ganges y los intocables cargarán otra vez la madera para preparar el fuego del próximo cuerpo, porque en Varanasi la muerte nunca se termina. Todo al servicio de la muerte, sin lágrimas, porque como reza el dicho popular: «kashyam maranam muktih», «La muerte en Kashi es liberación».

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